Costumbres, tradición, gastronomía, trabajos rurales, vida vaqueira, saber popular

 

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"El paisaje sonoro de Valgrande,
allá donde nace el río Lena"

Texto publicado en
Magazinlena,
Revista del IES
Benedicto Nieto
Pola de Lena,
junio 2011. Nº 0 p. 2,
por Xulio Concepción Suárez.

Ya con el sol radiante al mediodía, aquella mañana de abril, tras el silencio boscoso del hayedo, escuchamos, por fin, la música del río: los últimos neveros de las cumbres se traducen, valles abajo, en estas aguas espumosas, que acrecientan su murmullo monocorde a medida que nos vamos acercando en la andadura. Contemplamos expectantes el caudal generoso que serpentea reposado entre las gruesas hayas, centenarias calculamos algunas, a juzgar por el grosor y los troncos ramificados entre sus fuertes brazos.

El frescor verdoso de la brisa sobre la corriente se cuelga de brezos y retamas en las gotas cristalinas que brillan especialmente con los rayos de sol más atrevidos en el ramaje espeso. El suave tacto de las aguas espumosas nos compensa el rigor de la andadura a estas horas más calurosas de la senda. Tanteamos las pulidas piedras pudingas para quitarnos de encima las horas más intensas de la calima.

Y el sabor de la brisa nos recuerda la hora del bocata que espera en la mochila, y del que damos buena cuenta, mientras escuchamos silenciosos la sinfonía policromada de la floresta, amenizada por los grillos en aquel claro del boscaje: percibimos inmóviles por un instante los diálogos acalorados del malvís y el petirrojo, tal vez en su particular disputa amorosa por sendos carrascales acotados a su antojo.

Más allá, la voz, siempre un poco quejumbrosa, del pitonegro, a poco que sienta pasos humanos aún en la distancia. Procuramos no molestarlo con más ruidos, y así le agradecemos que nos avise con su canto. Ya en sobremesa tan bucólica, a placer fotografiamos los detalles con la digital y con la retina, para soñar el resto del año, mientras seguimos saboreando el aroma rosáceo de las madreselvas colgadas por ambas riberas del arroyo. Y el perfume blanquecino del espino, por estas fechas a rebosar.

Al sesteo sele del mediodía, permanecimos un buen tiempo arrullados por la luz que se estrella sosegada sobre el verdor pálido de los abedules y del mostajo, en contraste con sus cortezas plateadas. Mientras, escuchamos de paso las otras voces que laten como ecos fundidos para siempre entre las aguas del río Valgrande: nos parece escuchar todavía las palabras milenarias de tantos vaqueros y vaqueras que animaron los senderos del hayedo en sus idas y venidas entre las casas y las cabañas.

Allá se divisan en lo alto las praderas últimas de las brañas sobre los puertos de Fasgar y Cuayos, justo donde nacen las aguas del río Lena que terminarán, a su vez, confundidas en el mar de Pravia, por las riberas de San Esteban. Imaginamos el tañir de las esquilas al compás de los ganados, como imaginamos el ritmo más ligero de los esquilones arrieros, en sus trabajos artesanos con las carretas para el trasigo de maderas al otro lado del Payares, camino de los pueblos y mercados leoneses.

Es mediatarde en el hayedo, y dejamos con pena sinfonía tan milenaria de sonidos, aromas, sabores, colores, sensaciones del hayedo que nos refrescan la piel más allá de las entrañas. Por la misma senda vaquera, camino de San Miguel, retomamos la andadura sobre las huellas presurosas que algún lobezno despistado talló en el barro, sorprendido por el alba que se le venía encima, casi sin saberlo.

El ladrido lejano de algunos corzos y robezos al borde del matorral nos anima pensando que el bosque sigue en parte tan animado, como lo estará de nuevo en los días de las brañas estivales. Con las fotos digitales, la retina cargada, y con la sinfonía acorde que seguimos por la senda que fluye pareja al río, llegamos de nuevo al poblado. Y ya casi con el crepúsculo también en la mochila, de nuevo a casa

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