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"La torre de Ginebra"

por Pablo Pérez Tirador

Se dice de Ginebra que un día su tranquilidad se vio turbada en un abrir y cerrar de ojos y el relato es como sigue. Un viejo mendigo se tendió en el suelo para descansar en la noche, la calle su único hogar y el cielo su único techo. Pero él nos podrá interesar más en unas horas. Es mejor centrarse en un viejo rico, totalmente opuesto al viejo mendigo, hasta en su vejez. Su insomnio le impedía dormir y se pasaba largas noches en vela mirando por la ventana.

En la noche del milagro, simplemente parpadeó un momento y en ese momento, que se le figuró eterno, no pudo comprender lo que se erguía a pocos metros de la ventana. Una gigantesca torre negra similar a un minarete de unos veinte metros de alto ocupaba un lugar en el que antes no había nada… o quizá sí.

Retornando al mendigo, se despertó muy de mañana, avanzó unos pasos y se volvió al darse cuenta de que había olvidado su desastrado zurrón (o bolsa, pues el tiempo lo había deteriorado hasta el extremo), que contenía sus últimas monedas. Fatal error, pues se fue a golpear contra la pared de lo que parecía… un gigantesco minarete de color negro. Al no observar puerta alguna trató de entrar a pedradas y a empujones sin ningún resultado. Todos los que allí se hallaban se compadecieron del pobre (pobre) y a la vez se preguntaron qué hacía esa torre allí y cómo el hombre había podido atravesarla.

La respuesta no llegó una semana más tarde, pero sí se modificó la situación. Todos los intentos de comprensión de la procedencia y finalidad del aparatoso monolito habían sido infructuosos. Una tormenta llegó y todos se resguardaron donde pudieron mientras contemplaban, primero con esperanzas de derribo y luego con estupor, cómo varios rayos golpeaban violentamente la estructura sin ocasionar absolutamente el más mínimo rasguño.

Al día siguiente la torre seguía, indemne, en pie. Con una salvedad: la pátina negra se empezó a desvanecer y en su lugar quedó una maciza columna de cristal transparente, a través de la cual observó con aflicción el indigente que permanecía su zurrón en el centro.

Pasó otra semana sin sorpresas y la población se comenzó a acostumbrar al monumento. Se había formado una teoría que suponía el origen divino de la torre, como mensaje o recordatorio. Curiosamente, siete días exactos (ni un segundo más ni menos) después de la tormenta, un rayo se decidió a confirmar el origen programado y divino del minarete. Golpeando justo en su cúspide, hizo temblar Ginebra hasta sus cimientos.

La torre, por supuesto, siguió impertérrita y, por supuesto, sucedió lo que nadie se esperaba. Esta vez, el cuerpo monolítico se tornó gaseoso, dando el aspecto de que se podía atravesar. La ocasión fue aprovechada por el pobre que se decidió a coger su zurrón. Lo agarró con fuerza y, al intentar salir se dio cuenta de que se había quedado aprisionado dentro de la torre.

Una nueva teoría explicó el hecho desde el mismo punto de vista anterior: por haberse atrevido a profanar la torre, Dios lo había castigado a permanecer en el interior. El pordiosero se formó también en la cabeza esta idea y se dedicó a rogar al Señor para que lo dejara salir. Entre tanto, pudo contemplar la vida más vidriosa que nunca, una deformación bella de colores vivos y totalmente alejada de lo grotesco, pareciéndole alcanzar a ver almas y sentimientos.

Disfrutó mucho de esta experiencia, pero también disfrutó del día en el que milagrosamente la torre se volvió otra vez etérea por unos segundos y pudo volver al exterior. La explicación de este fenómeno, al contrario de los anteriores, se halló al instante: había logrado tal proeza un pequeño terremoto que había azotado la ciudad.

Y, tal como vino, la torre se fue. En una sola noche, en la que se obró el último milagro sobre Ginebra: el insomnio del acaudalado anciano del comienzo desapareció para siempre, para felicidad del mismo y de todos los que le rodeaban.

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